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Como detectar mentiras (Tomado del libro "Como detectar mentiras de Paul Ekman")

La detección del engaño a partir de las palabras, la voz y el cuerpo.

"¿Y cómo puede usted saber que he dicho una mentira?""Mi querido niño, las mentiras se descubren enseguida, porque son de dos clases: hay mentiras con patas cortas y mentiras con narices largas. La tuya es una de esas mentiras de nariz larga." Pinocho, 1892.

La gente mentiría menos si supusiese que existe un signo seguro del mentir, pero no existe. No hay ningún signo del engaño en sí, ningún ademán o gesto, expresión facial o torsión muscular que en y por sí mismo signifique que la persona está mintiendo. Sólo hay indicios de que su preparación para mentir ha sido deficiente, así como indicios de que ciertas emociones no se corresponden con el curso general de lo que dice. Estos son las autodelaciones y las pistas sobre el embuste. El cazador de mentiras debe aprender a ver de qué modo queda registrada una emoción en el habla, el cuerpo y el rostro humanos, qué huellas pueden dejar a pesar de las tentativas del mentiroso por ocultar sus sentimientos, y qué es lo que hace que uno se forme falsas impresiones emocionales. Descubrir el engaño exige asimismo comprender de qué modo estas conductas pueden revelar que el mentiroso va armando su estrategia a medida que avanza.

Detectar mentiras no es simple. Uno de los problemas es el cúmulo de información; hay demasiadas cosas que tener en cuenta a la vez, demasiadas fuentes de información: palabras, pausas, sonido de la voz, expresiones, movimientos de la cabeza, ademanes, posturas, la respiración, el rubor o el empalidecimiento, el sudor, etc. Y todas estas fuentes pueden transmitir la información en forma simultánea o superpuesta, rivalizando así por la atención del cazador de mentiras. Por fortuna, éste no necesita escrutar con igual cuidado todo lo que puede ver y oír. No toda fuente de información en el curso de un diálogo es confiable; algunas autodelatan mucho más que otras.

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Lo curioso es que la mayoría de la gente presta mayor atención a las fuentes menos fidedignas (las palabras y las expresiones faciales), y por ende se ve fácilmente desorientada.

Por lo general, los mentirosos no controlan ni pueden esconder todas sus conductas; probablemente no lograrían hacerlo aunque quisiesen. No es probable que alguien consiguiera controlar con éxito todo aquello que pudiese traicionarlo, desde la punta de la cabeza a la punta de los pies. En lugar de ello, los mentirosos ocultan y falsean lo que, según suponen, atraerá más la atención de los otros. Suelen poner máximo cuidado en la elección de las palabras.

Todos aprendemos, al crecer y llegar a la edad adulta, que la mayor parte de las personas escuchan atentamente lo que uno les dice. Si las palabras reciben tanta atención, obviamente es porque son la forma de comunicación más rica y diferenciada. Mediante ellas pueden transmitirse muchos más mensajes, y más rápidamente, que a través del rostro, la voz o el cuerpo. Los mentirosos someten todo cuanto dicen a la censura y ocultan con cuidado los mensajes que no desean transmitir, no sólo porque saben que todo el mundo le presta mayor atención a esta fuente de información, sino además porque saben que serán considerados los productores de sus propias palabras en mayor medida que de su propia voz, de sus expresiones faciales o de la mayoría de sus movimientos corporales. Siempre es posible negar que uno haya tenido una cierta expresión de enojo o un tono airado en la voz. El acusado se pone a la defensiva y dice: "Usted creyó escucharlo así, pero no había ningún enojo en mi voz". Mucho más difícil es negar que uno ha dicho una palabra molesta: queda allí, es fácil recordarla y repetirla, difícil desmentirla por completo.

Otra razón de que se controlen tanto las palabras y sean tan a menudo las preferidas para el ocultamiento o el falseamiento es que resulta sencillo enunciar falsedades con palabras. Puede escribirse de antemano exactamente lo que se quiere decir, y aun corregirlo hasta que quede como uno quiere. Sólo un actor muy diestro podría planear tan precisamente cada una de sus expresiones faciales, gestos e inflexiones de la voz. Las palabras pueden ensayarse una y otra vez antes de decirlas. Además, el hablante tiene con respecto a ellas una realimentación permanente, pues oye lo que él mismo dice y puede por ende ir afinando su mensaje. La realimentación recibida por los canales del rostro, la voz y el cuerpo es mucho menos precisa.

Las Palabras

Curiosamente, a muchos mentirosos los traicionan sus palabras porque se descuidan. No es que no pudieran disimular, o que lo intentaran pero fallaron: ocurre simplemente que se despreocuparon de inventar su historia con cuidado.

El director de una empresa de selección de personal directivo relataba el caso de un individuo que se había presentado a su agencia dos veces, con diferente nombre, en el curso de un mismo año. Cuando le preguntaron por cuál de los dos nombres quería ser llamado, "...el sujeto, que primero había dicho que se llamaba Leslie D'Ainter y luego cambió ese nombre por el de Lester Dainter, siguió adelante con su mentira sin que se le moviera un pelo. Explicó que había cambiado su nombre de pila porque Leslie sonaba muy femenino,* y su apellido, para volverlo más fácil de pronunciar.

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Pero lo que realmente lo delató fueron las referencias que dio. Presentó tres cartas de recomendación deslumbrantes; sin embargo, en todas ellas el empleador había cometido un error ortográfico en la misma palabra".

El más cuidadoso de los engañadores puede, empero, ser traicionado por lo que Sigmund Freud denomina un "desliz verbal". En su libro Psicopatología de la vida cotidiana, Freud mostró que los actos fallidos de la vida diaria —como los deslices verbales, el olvido de nombres propios conocidos, los errores en la lectura o en la escritura— no eran accidentales sino que eran sucesos plenos de significado, que revelaban conflictos psicológicos internos. Un acto fallido de este tipo expresa "aquello que no se quería decir; se vuelve un medio de traicionarse a sí mismo". Aunque a Freud no le interesó estudiar en particular los casos de engaño, en uno de sus ejemplos muestra cómo un desliz delata una mentira. El ejemplo en cuestión describe una experiencia del doctor Brill, uno de los primeros y más conocidos seguidores de Freud en Estados Unidos:

"Cierto atardecer, el doctor Frink y yo salimos a dar un paseo y a tratar algunos asuntos de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York. En ese momento nos topamos con un colega, el doctor R., a quien yo había pasado años sin ver y de cuya vida privada nada sabía. Nos alegró mucho volver a encontrarnos, y a propuesta mía fuimos a un café, donde permanecimos dos horas en animada plática. Parecía saber bastante sobre mí, pues tras el acostumbrado saludo preguntó por mi pequeño hijo y me explicó que de tiempo en tiempo tenía noticias mías a través de un amigo común, y se interesó por mi actividad desde que se hubo enterado de ella por las revistas médicas. A mí pregunta sobre si se había casado, dio una respuesta negativa, y añadió: '¿Para qué se habría de casar un hombre como yo?'

"Al salir del café, se volvió de pronto hacia mí: 'Me gustaría saber —me dijo— qué haría usted en el siguiente caso; conozco una enfermera que está enredada como cómplice de adulterio en un proceso de divorcio. La esposa pidió el divorcio a su marido calificando a la enfermera como cómplice, y él obtuvo el divorcio'. Aquí lo interrumpí: 'Querrá decir que ella obtuvo el divorcio'. Rectificó en el acto: 'Desde luego, ella lo obtuvo', y siguió refiriendo que la enfermera quedó tan afectada por el proceso y el escándalo que se dio a la bebida, sufrió una grave alteración nerviosa, etc.; y él me pedía consejo sobre el modo en que había de tratarla- Tan pronto le hube corregido el error le pedí que lo explicara, pero él empezó con las usuales respuestas de asombro: que todo ser humano tiene pleno derecho a cometer un desliz verbal, que se debe sólo al azar y nada hay que buscar detrás, etc. Repliqué que toda equivocación en el habla debe tener su fundamento, y que estaría tentado de creer que él mismo era el héroe de la historia, si no fuera porque antes me había comunicado que permanecía soltero. En tal caso, en efecto, el desliz se explicaría por el deseo de que él, y no su mujer, hubiera obtenido el divorcio, a fin de no tener que pagarle alimentos (de acuerdo con nuestras leyes en materia de matrimonio) y poder casarse de nuevo en la ciudad de Nueva York. El desautorizó obstinadamente mi conjetura, al par que la corroboraba, sin embargo, con una exagerada reacción afectiva, nítidos signos de excitación, y después, carcajadas. Ante mi solicitud de que dijera la verdad en aras de la claridad científica, recibí esta respuesta: 'Si usted quiere que yo le mienta, debe creer que soy soltero, y por tanto su explicación psicoanalítica es enteramente falsa'. Agregó además que un hombre que reparaba en cada insignificancia era a todas luces peligroso. De pronto se acordó de que tenía otra cita y se despidió.

"Ambos, el doctor Frink y yo, quedamos no obstante convencidos de que mi resolución del desliz que había cometido era correcta, y yo decidí obtener su prueba o su refutación mediante las averiguaciones del caso. Algunos días después visité a un vecino, viejo amigo del doctor R., quien pudo ratificar mi explicación en todas sus partes. El fallo judicial se había pronunciado pocas semanas atrás, siendo la enfermera declarada culpable como cómplice de adulterio. El doctor R. está ahora firmemente convencido de la corrección de los mecanismos freudianos", En otro lugar dice Freud que "la sofocación del propósito ya presente de decir algo es la condición indispensable para que se produzca un desliz en el habla" (la bastardilla es del original). Dicha "sofocación" o supresión podría ser deliberada si el hablante estuviera mintiendo, pero a Freud le interesaban los casos en que el hablante no se percataba de ella. Una vez producido el desliz, el sujeto puede reconocer lo que ha sofocado, o quizá ni siquiera entonces tome conciencia de ello.

"Ambos, el doctor Frink y yo, quedamos no obstante convencidos de que mi resolución del desliz que había cometido era correcta, y yo decidí obtener su prueba o su refutación mediante las averiguaciones del caso. Algunos días después visité a un vecino, viejo amigo del doctor R., quien pudo ratificar mi explicación en todas sus partes. El fallo judicial se había pronunciado pocas semanas atrás, siendo la enfermera declarada culpable como cómplice de adulterio. El doctor R. está ahora firmemente convencido de la corrección de los mecanismos freudianos", En otro lugar dice Freud que "la sofocación del propósito ya presente de decir algo es la condición indispensable para que se produzca un desliz en el habla" (la bastardilla es del original). Dicha "sofocación" o supresión podría ser deliberada si el hablante estuviera mintiendo, pero a Freud le interesaban los casos en que el hablante no se percataba de ella. Una vez producido el desliz, el sujeto puede reconocer lo que ha sofocado, o quizá ni siquiera entonces tome conciencia de ello.

La voz

Entendemos por "la voz" todo lo que incluye el habla aparte de las palabras mismas. Los indicios vocales más comunes de un engaño son las pausas demasiado largas o frecuentes. La vacilación al empezar a hablar, en particular cuando se debe responder a una pregunta, puede suscitar sospechas, así como otras pausas menores durante el discurso si son frecuentes. Otras pistas las dan ciertos errores que no llegan a formar palabras, como algunas interjecciones ("jAh!", "¡oooh!", "esteee..."), repeticiones ("Yo, yo, yo quiero decir en realidad que...") y palabras parciales ("En rea-realidad me gusta").

Estos errores y pausas que denotan engaño pueden deberse a dos razones vinculadas entre sí. Quizás el mentiroso no ha elaborado su plan de antemano; si no suponía que iba a tener que mentir, o si lo suponía pero una determinada pregunta le pilla por sorpresa, puede incurrir en tales vacilaciones o errores vocales. Sin embargo, éstos pueden producirse incluso cuando hay un plan previo bien elaborado.

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Un gran recelo a ser detectado puede complicar los errores de por sí cometidos por el mentiroso que no se ha preparado bien. Una mujer que escuchándose advierte lo mal que suena lo que dice tendrá más temor de que la descubran, lo cual no hará sino intensificar sus errores vocales y exagerar sus pausas.

Estos errores y pausas que denotan engaño pueden deberse a dos razones vinculadas entre sí. Quizás el mentiroso no ha elaborado su plan de antemano; si no suponía que iba a tener que mentir, o si lo suponía pero una determinada pregunta le pilla por sorpresa, puede incurrir en tales vacilaciones o errores vocales. Sin embargo, éstos pueden producirse incluso cuando hay un plan previo bien elaborado. Un gran recelo a ser detectado puede complicar los errores de por sí cometidos por el mentiroso que no se ha preparado bien. Una mujer que escuchándose advierte lo mal que suena lo que dice tendrá más temor de que la descubran, lo cual no hará sino intensificar sus errores vocales y exagerar sus pausas.

También el sonido de la voz puede dejar traslucir el engaño. En general creemos que el sonido de la voz nos revela la emoción que en ese momento siente quien la emite, pero los científicos que han investigado este tema no están tan seguros. Si bien han descubierto varias maneras de distinguir las voces "agradables" de las "desagradables", todavía no saben si el sonido difiere para cada una de las principales emociones desagradables: rabia, temor, congoja, disgusto profundo, desdén. Creo que con el tiempo se averiguarán dichas diferencias. Por ahora me limitaré a describir lo conocido, y lo que parece prometedor. 

El signo vocal de la emoción que está más documentado es el tono de la voz. En un 70 %, aproximadamente, de los sujetos estudiados, el tono se eleva cuando están bajo el influjo de una perturbación emocional. Probablemente esto sea más válido cuando dicha perturbación es un sentimiento de ira o de temor, ya que algunos datos, aunque no definitivos, muestran que el tono baja con la tristeza o el pesar. Y aún no han podido averiguar los científicos si el tono de la voz cambia o no en momentos de entusiasmo, angustia, repulsa o desdén. Otros signos de la emoción, no tan bien demostrados pero sí prometedores, son la mayor velocidad y volumen de la voz cuando se siente ira o temor, y la menor velocidad y volumen cuando se siente tristeza. Es previsible que haya avances respecto de la medicación de otras características de la voz, como el timbre, el espectro de la energía vocal en distintas bandas de frecuencia, y las alteraciones vinculadas al ritmo respiratorio.

Los cambios en la voz producidos por una emoción no son fácilmente ocultables. Si lo que quiere disimularse es una emoción sentida en el momento mismo en que se miente, hay muchas probabilidades de que el mentiroso se autodelate. Si el objetivo era ocultar la ira o el temor, su voz sonará más aguda y fuerte, y el ritmo de su habla se incrementará; una pauta opuesta de cambios en la voz podría delatar sentimientos de tristeza que quieren esconderse.

El sonido de la voz puede traslucir asimismo mentiras que no se han dicho, para ocultar una emoción que estaba en juego. El recelo a ser descubierto producirá sonidos semejantes a los del temor; el sentimiento de culpa por engañar alterará la voz en el mismo sentido que la tristeza —aunque esto sólo es una conjetura—; no se sabe con certeza si el deleite por embaucar puede identificarse y medirse en la voz. Mi creencia particular es que cualquier clase de excitación o pasión tiene su correspondiente marca vocal, pero esto aún no ha sido establecido. Nuestro experimento con las estudiantes de enfermería fue uno de los primeros en documentar cómo cambia el tono de la voz con el engaño. 10 Notamos que el tono se volvía más agudo; creemos que esto se debía a que las enfermeras tenían algo de temor. Había dos motivos para ello. Nos habíamos empeñado en que sintieran que en ese experimento era mucho lo que estaba en juego para ellas, de modo que tuvieran gran recelo a ser descubiertas. Por otro lado, observar las horribles escenas de la película médica generaba temor, por empatia, en algunos. No habría tenido este resultado si una u otra de estas fuentes de temor hubiese sido menos intensa. Supóngase que hubiéramos estudiado a personas cuya carrera no estuviese comprometida por la prueba y fuese para ellas sólo un experimento más; siendo tan poco lo que estaba en juego, quizá no habrían sentido bastante temor como para que ello se notase en el tono de su voz. O bien supóngase que les hubiéramos proyectado un film sobre un niño moribundo: es probable que suscitase en ellas tristeza, pero no temor. Es verdad que su temor a ser atrapadas podría haber elevado igualmente el tono de su voz.

El Cuerpo

Conocía una de las maneras en que los movimientos corporales reflejan sentimientos ocultos en un experimento llevado a cabo en mi época de estudiante, hace más de veinticinco años. No había entonces demasiadas pruebas científicas sobre el hecho de que los movimientos corporales reflejasen con precisión las emociones o la personalidad. Algunos psicoterapeutas así lo creían, pero sus ejemplos y afirmaciones en tal sentido eran rechazados por los conductistas (que a la sazón dominaban la vida académica) como anécdotas infundadas. Entre 1914 y 1954 se llevaron a cabo muchos estudios sin que pudiera fundamentarse el postulado según el cual la conducta no verbal ofrece información fidedigna acerca de las emociones y de la personalidad.

La psicología académica enseñaba con cierto orgullo que, según habían demostrado los experimentos científicos, era un mito la suposición de algunos legos de ser capaces de conocer las emociones o la personalidad a través del rostro o del cuerpo de un individuo. Los pocos científicos sociales o terapeutas que continuaban escribiendo sobre el tema del movimiento corporal eran considerados, como los que se interesaban por los fenómenos de percepción extrasensorial y la grafología, ingenuos, crédulos o charlatanes.

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Yo no podía aceptar que esto fuese así. Al observar Jos movimientos corporales durante las sesiones de terapia grupal, me convencía cada vez más de que podía indicar quién de los presentes se sentía perturbado en un momento dado, y sobre qué. Con todo el optimismo de un recién graduado me dispuse a modificar la opinión de la psicología académica sobre el comportamiento no verbal. Inventé un experimento para demostrar que los movimientos corporales cambian cuando el sujeto está sometido a estrés. La fuente del estrés fue mi profesor más veterano, quien aceptó plegarse a un plan tramado por mí para interrogar a mis compañeros del curso de posgrado sobre temas en los que todos nosotros, yo lo sabía, nos sentíamos vulnerables.

Mientras la cámara oculta registraba la conducta de cada uno de estos psicólogos incipientes, el profesor comenzaba preguntándole qué pensaba hacer cuando terminase los estudios. A los que contestaron que se dedicarían a la investigación, les reprochó su deseo de recluirse en el laboratorio y no asumir la responsabilidad de ayudar a los que padecían enfermedades mentales. A quienes planeaban prestar esa clase de ayuda dedicándose a la psicoterapia les criticó su afán de hacer dinero exclusivamente, eludiendo así la responsabilidad de realizar las investigaciones necesarias para curar mejor a los enfermos mentales. Además, les preguntó a todos si alguna vez habían sido atendidos en psicoterapia como pacientes. A los que contestaron que sí, les echó en cara cómo podían tener la esperanza de curar a otros cuando ellos mismos estaban enfermos; a los que contestaron que no, los denostó diciéndoles que no era posible ayudar a otros sin antes conocerse a sí mismo. Era una situación en que nadie podía salir victorioso. Para peor, yo le había pedido a mi profesor que interrumpiese al estudiante si iniciaba alguna queja o quería completar la respuesta que antes había dado a cada una de sus punzantes preguntas.

Mis compañeros de estudios se habían ofrecido voluntariamente para ayudarme en este experimento que ahora los sumía en la desdicha. Sabían que era una entrevista vinculada a una investigación mía, y también que iban a sentir cierta tensión; pero esto no les facilitó las cosas cuando ya estuvieron en medio del baile. Fuera del experimento, ese profesor que actuaba de manera tan poco razonable tenía un enorme poder sobre ellos. Sus calificaciones eran decisivas para el curso de posgrado y el entusiasmo con que hablase de ellos en sus recomendaciones podía ser determinante para su empleo futuro. A los pocos minutos, mis amigos empezaron a tambalearse. Imposibilitados de abandonar el experimento o de defenderse, rebosantes de rabia y frustración, se veían reducidos al silencio o a lo sumo podían emitir unos pocos lamentos desarticulados. Le encomendé al profesor que después de cinco minutos de entrevista interrumpiese esa tortura, le explicase al estudiante lo que había hecho y por qué, y lo elogiase por haber soportado tan bien ese momento de tensión.

Mientras tanto, yo los observaba detrás de un espejo unidireccional y con la cámara registraba permanentemente sus movimientos. ¡No podía creer lo que veían mis ojos, ya desde la primera entrevista! Después de que el profesor le lanzara su tercer ataque verbal, la estudiante sentada frente a él había replegado los dedos de la mano derecha menos el mayor, y permaneció con la mano en esa posición durante un minuto entero, en una clara señal de rabioso disgusto.* Sin embargo, no mostraba su furor de ninguna otra manera, y el profesor seguía conduciéndose como si no viese ese ademán. Cuando terminó la entrevista, irrumpí en la habitación y se lo dije; me replicaron que me lo había inventado. La chica admitió que se había sentido enojada, pero negó que lo hubiese expresado de algún modo. El profesor coincidió con ella en que debía tratarse de una pura imaginación mía, ya que a él no le habría pasado inadvertido un gesto de rechazo tan grosero como ése. Vimos la película... y ahí estaba la prueba. Esa acción fallida, ese dedo protuberante, no expresaba un sentimiento inconsciente. La chica se sabía enojada; lo que era inconsciente era su expresión de ese sentimiento: no tenía la menor idea de la posición de los dedos de su mano. Los sentimientos que deliberadamente se había propuesto esconder se habían filtrado.

Quince años más tarde asistí al mismo tipo de filtración no verbal, a otro ademán falllido, en el experimento en el cual las estudiantes de enfermería trataron de ocultar sus reacciones ante las escenas sangrientas. Esta vez lo que se les escapó no fue un gesto con la mano, sino un encogimiento de hombros. Una tras otra, esas estudiantes autodelataban su mentira con un leve encogimiento de hombros cada vez que el entrevistador les preguntaba, por ejemplo: "¿Le gustaría seguir viendo esa película?", o "¿Se la proyectaría a un niño?".

El encogimiento de hombros y el dedo mayor alzado son dos ejemplos de acciones que llamaremos emblemas para distinguirlos de todos los restantes ademanes a los que recurren las personas. Los emblemas tienen un significado preciso, conocido por todos dentro de un grupo cultural determinado. En Estados Unidos, todos saben que adelantar el dedo mayor con los demás dedos plegados equivale a una forma grosera de decirle a otro "¡Anda, que te zurran!" y que encogerse de hombros equivale a decir "No lo sé" o "Nada puedo hacer" o "¿Qué importa?". En su mayor parte, los demás ademanes y gestos no poseen una definición igualmente precisa y su significado es más indefinido. No dicen mucho si no están acompañados de palabras. Los emblemas, en cambio, pueden ser empleados en lugar de las palabras, o cuando no pueden utilizarse éstas. Hay unos sesenta emblemas en uso actualmente en Estados Unidos (por supuesto, los vocabularios de emblemas difieren para cada país, y a menudo dentro de un país, para sus distintas regiones). Como ejemplo de otros emblemas bien conocidos citemos el vaivén vertical de la cabeza para decir que sí o su vaivén horizontal para decir que no; su inclinación, a veces acompañada por un giro de la mano, para decirle a alguien que se acerque hasta donde uno está o lo acompañe; la agitación de la mano en alto para decir adiós; la mano puesta detrás de la oreja para significar que no se escucha; el pulgar levantado con el que el caminante hace auto-stop en una carretera; el dedo mayor cruzado sobre el índice para rogar que se cumpla un deseo, etc.

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